Hace más o menos 15 mil años, en el norte de lo que ahora es Marruecos, al menos 30 personas murieron y fueron enterradas en las cuevas de Taforalt. Este es el cementerio más antiguo que se conoce. Desde entonces, enterrar a los muertos en un lugar determinado se ha vuelto costumbre en casi todas las culturas contemporáneas. La principal ventaja de enterrar a alguien es que se evita ver y oler la descomposición del cuerpo. Tal vez por eso, en muchas religiones el entierro es visto como un ritual obligatorio para pasar al más allá.
Cuando era pequeño, no me gustaba ir al cementerio porque era el lugar alejado de mi casa al que iba con mi familia para estar en silencio por una hora. Las lápidas, cuadradas, pequeñas y grises, estaban ordenadas uniformemente sobre el césped. No había un lugar para sentarse y había que caminar bastante para ir al baño.
La primera vez que realmente pensé sobre los cementerios fue cuando mi profesor de filosofía en el colegio nos dijo que según Heidegger, la gente debería pasar más tiempo en los cementerios, para acordarse de su muerte y así vivir más auténticamente. Poco después, fui con dos personas a visitar a César Moro, un poeta peruano que leímos en el colegio, cuyo cuerpo está enterrado en el Cementerio Matías Presbítero Maestro. Recuerdo sentir que debería tener emociones fuertes al entrar al cementerio y al encontrar su tumba, pero al recorrer los caminos lo único que tuve fue calor y sed.
Años después, cuando murió mi abuelo, cremamos su cuerpo en otro cementerio. Una vez todos reunidos en la capilla, su hermano tomó el podio y dijo: ‘Diré lo que mi hermano hubiera querido que diga: ha muerto un hombre honesto’. En ese momento pensé que ese era el mejor discurso que alguna vez había escuchado, y que cuando muera me gustaría que alguien diga eso sobre mi en un cementerio.
Desde hace tres años vivo frente a un cementerio, al que voy de vez en cuando para caminar y para leer. Las tumbas son todas diferentes y están repartidas al borde de los caminos, junto a bancas, árboles y estatuas. A este cementerio las personas no van solo para visitar las tumbas, sino también para correr, pasear o sentarse. Es como un parque con un toque de melancolía, cortesía de los miles de personas enterradas ahí.
Como vivo tan cerca al cementerio, a más o menos 200 metros de mi cuarto está la tumba de Max Weber, quien algunos consideran el padre de la sociología y cuyo nombre lleva la facultad de sociología en mi universidad. En los primeros dos años que estuve aquí no visité su tumba ni una vez, porque entre los tantos caminos del cementerio parecía imposible encontrarla. Cuando por fin me di el trabajo de ver el mapa y caminé hasta su tumba, eso marcó la primera vez que había visitado a alguien en un cementerio por mi cuenta. Esa vez sí se sintió como algo significante, y me quedé frente a la tumba de Max Weber hasta que se puso el sol. No creo en las almas, pero saber que los restos de Max Weber estaban a unos metros de mí hicieron que deje de sentirse como un personaje histórico abstracto y que comience a sentirse como una persona que vivió y que murió.
A los cementerios les conviene que más personas los visiten, porque eso hace que se invierta más dinero en la jardinería y en las remodelaciones. Ahora, ir al cementerio me llena de un buen tipo de melancolía. Cuando estoy ahí no me siento más auténtico, pero sí pienso más seguido sobre la muerte en general y sobre mi muerte en particular. Cuando muera, no sé si querré que mis cenizas estén en un frasco, en el mar o enterradas en un cementerio. Pero viendo el lado bueno, para tomar esa decisión tengo el resto de mi vida.
A los cementerios les doy:
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